Poetas Y Poesia Colombiana
Doce nuevos poetas colombianos:
entre la tradición y la transición
Por Federico Díaz-Granados
(Revista Literaria Azul@rte)
Todo empezó esa fría, nublada y desapacible mañana del 5 de junio de 1967 en Buenos Aires. La gente se agolpaba en los quioscos para leer los titulares de La Nación, La Razón y El Clarín. Otros, por supuesto, acudían a conseguir El Gráfico para enterarse de los detalles de la fecha futbolera del día anterior.
River Plate estaba a punto de ser eliminado de la fase final del torneo, y entre revistas, periódicos y suplementos atrasados, los bonaerenses se encontraron con un libro de portada exótica: un galeón español que flota en medio de la selva y unas flores anaranjadas y un título en negro: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, Editorial Sudamericana. (Eligio García Márquez, Tras las claves de Melquíades, Norma, Bogotá. 2003, pg. 16.)
Nada volvió a ser lo mismo en la literatura colombiana: a partir de esa fría mañana argentina Macondo hacía universal a un país sumergido desde el mismo instante de sus gestas independentistas en la más profunda y contradictoria violencia. La epopeya de la familia Buendía con su carga de mitos y supersticiones nos devolvía, además, la memoria mutilada. Antes de Cien años de soledad, los textos oficiales omitían episodios de nuestra historia como la Masacre de las bananeras entre otros. Allí, una vez más la literatura cumplía el honroso papel de contar las cosas y los sucesos desde el lado de los vencidos y no de los vencedores como suele ocurrir en la cotidianidad.
Así, los poetas colombianos nacidos en la década de 1970 aprendieron a leer y a conocer la historia reciente de su país a través de la palabra del “patriarca” mayor de las letras nacionales. La saga macondiana les permitía entender la condición de ser nacionales en un país tropical y de reconocer una tradición que hasta ese entonces no despuntaba por fuera de sus fronteras pero que sobresalía con cierta dignidad gracias a obras como María de Jorge Isaacs, La vorágine de José Eustasio Rivera y los Nocturnos del “bogotano universal” José Asunción Silva.
Sin embargo, a pesar de la amnesia de tantas generaciones, episodios como la Guerra de los mil días, el 9 de abril, la violencia liberal y conservadora, los nacimientos de las guerrillas, las masacres paramilitares de los últimos años, el fenómeno del narcotráfico y el sicariato eran parte del imaginario común de los padres de esta nueva promoción o generación de poetas. Pero si bien estos eran episodios del pasado de la patria, fue en la década de 1980, época en la que estos poetas llegaban a la adolescencia, en la que se terminó de desangrar al país: la toma del Palacio de Justicia, el exterminio de un partido de izquierda y el auge del narcoterrorismo marcaron para siempre a las nuevas generaciones colombianas y, por supuesto, a sus poetas.
Si bien los nuevos vates eran hijos de la llamada “Generación desencantada”, su escepticismo se hacía mayor ante la cruda realidad que pasaba indeleble ante sus ojos.
A los poetas colombianos nacidos en la década de 1970, al igual que a sus coetáneos en otras latitudes y hemisferios, les correspondió vivir en un mundo ancho y ajeno, con un porcentaje de hambrientos y analfabetos que supera todos los límites. El jeroglífico del mundo lo vieron de frente y las claves de acceso a los entresijos de la crisis cada día fueron más escasas. No hubo un sésamo que abriera esas puertas de la percepción, como diría el poetaWilliam Blake. Se globalizó el hambre y la miseria y, como aldeanos globales, tuvieron el privilegio de ver en vivo y en directo el bombardeo a Bagdad, la legendaria ciudad de las mezquitas azules que conocieron a través de las páginas de Las mil y una noches. Fueron testigos de las desdichas y las guerras en la cuna de la civilización occidental por internet. Así, globalizados, internetizados y desutopizados son los poetas de esta nueva generación, herederos de una hermosa y compleja tradición literaria y cercano a la sensibilidad del rock y de los nuevos héroes: Maradona, Michael Jackson, Madonna, fueron los íconos caídos en desgracia; We are the World fue el himno de una década que los involucró en el mundo, y perestroika, glasnot, Chernobil, fueron algunas de las palabras que aparecieron en la jerga común de los jóvenes.
Nunca, en sus años formativos, generación o promoción alguna estuvo expuesta a tanta información, a tantas imágenes, a tantos mensajes. Ante estos ojos se derrumbó un país y, con él, muchas verdades y certezas. Ha sido ésta, la más reciente promoción de poetas, una generación que heredó fragmentos y aplazamientos de una modernidad llena de miedos y paranoias. Al mirarse en el espejo de la realidad, la poesía de estos años representa la fragmentación de tendencias y la consolidación de voces individuales. Cualquier reflexión sobre los acontecimientos que han marcado el final del siglo XX y los primeros años del XXI en Colombia establece de inmediato una relación con la historia de su poesía, la cual ha dibujado una diversidad de voces que, a pesar de tener similares preocupaciones por el contexto social que rodea su quehacer creativo, el manejo del idioma y un permanente nutrir de las lecturas clásicas y contemporáneas, se han diferenciado por los intereses concretos de acuerdo con las realidades personales de cada poeta. Sin embargo, se puede notar en la gran mayoría de los incluidos en este panorama una profunda preocupación por el lenguaje, la configuración de la imagen y la reinscripción en tonos o formas clásicas.
La ciudad como escenario dominante y emblema del mundo moderno es protagonista de la nueva poesía colombiana, como también lo sigue siendo el amor, la muerte, el implacable paso del tiempo y la cotidianidad con sus miserias. El viaje a la semilla, a la niñez, la elección de un lenguaje—conscientes de que es éste el vehículo a través del cual se representan y se perciben dentro del mundo—, seguirán siendo preocupaciones cardinales de los recientes poetas.
Se pueden observar en esta muestra las características de una promoción que busca respuestas en la tradición poética y presenta menos intenciones rupturistas o neovanguardistas, consiguiendo con esto una poesía cuidadosa de la unión entre forma y sentido. Es curioso que los jóvenes poetas colombianos mantengan un talante tradicional en su poética. Poco de malabarismos vanguardistas o propuestas vertiginosas e irreverentes se ven en esta poesía, y sí mucho de trabajo riguroso con el idioma y de la delimitación de mundos personales desde la emoción y la reflexión.
Sin duda se trata de una promoción que ha hecho una lectura juiciosa y afectuosa de los poetas colombianos y de muchos de los autores ya considerados canónicos por la crítica, la academia y los lectores. Permanentes correspondencias con poetas clásicos latinoamericanos y colombianos. Conexiones programáticas e involuntarias afinidades permiten ver en estas voces ecos del Siglo de Oro español, de Rubén Darío, de Neruda, de Vallejo, de Huidobro, de Borges, de poetas españoles contemporáneos como Valente, Gamoneda, García Montero, y de compatriotas como José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Aurelio Arturo, León de Greiff, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Mario Rivero, José Manuel Arango, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza, Raúl Gómez Jattin, Darío Jaramillo Agudelo, William Ospina y Piedad Bonnet, entre otros.
En los últimos veinte años la poesía colombiana ha evolucionado con un rigor y una fortaleza a la par de un amplio movimiento poético y editorial, herencia de los años setenta, que se expresa a través de la creación de talleres y grupos, y en el desarrollo de nuevos espacios para la lectura de poesía, tales como recitales, encuentros, festivales y presentaciones. Vale la pena destacar la ardua labor de revistas como Golpe de dados, Ulrika, Prometeo, y festivales como los que cada año se realizan con éxito en Medellín, Bogotá, Cartagena, Manizales y Pereira, entre otras ciudades. De igual forma hay que destacar la honda huella que ha dejado una institución como la Casa de Poesía Silva en Bogotá.
Al mirar a contraluz a la nueva poesía colombiana se pueden apreciar, a pesar de tratarse de obras en marcha, unas líneas estilísticas y estéticas claramente marcadas: una primera línea crítica y autoirónica, en la que podrían inscribirse las voces de Andrea Cote Botero, Lucía Estrada y John Galán; una segunda línea coloquial, que se puede apreciar en poemas de John J. Junieles, Catalina González y Juan Carlos Acevedo, quienes demuestran que la vida diaria y la conversación cotidiana son fuentes verdaderas de la poesía de todos los tiempos; una tercera línea de talante clásico y filosófico cercana al aforismo y a la reflexión, en la que encontramos al poeta Felipe García Quintero; una cuarta línea de perfil barroco que encabezaría el poeta Alejandro Burgos Bernal; una quinta línea de corte prosaico y narrativo, en la que se ubicaría fácilmente a Ricardo Silva Romero, Felipe Martínez Pinzón y Pascual Gaviria; y una sexta línea lírica formal, que se puede vislumbrar en un poeta como Giovanny Gómez.
El presente panorama reúne, además, un azar de voces, de acentos y de tonos que considero son representativos del mapa poético del país y cuyo recorrido ya ha comenzado a alcanzar el reconocimiento nacional e internacional. A los premios internacionales de poesía Jaime Sabines en México y Casa de América en España, otorgados a dos de los poetas más significativos entre los nacidos en la década de 1960 —Juan Felipe Robledo y Ramón Cote Baraibar, respectivamente—, se